
En 2020, exactamente como tres siglos atrás, Europa tembló ante una feroz epidemia que finalmente acabó con decenas de miles de europeos. Al parecer, la infección se extendió de manera múltiple llegando en aviones procedentes de China o de cualquier otro lugar del mundo.
Los científicos de todo el mundo asistieron con estupefacción a las procesiones de enfermos hacia los hospitales, procesiones que comenzaron en el norte de Italia, pero que pronto se extendieron a todos las tierras habitadas y se preguntaban cuáles serían las verdaderas particularidades de aquel virus. Algunas certezas y algunas sombras sobre cómo se transmitía o como se impregnaba en las ropas, las manos o cuánto tiempo permanecía suspendido en el aire. Descartadas las hipótesis de la peste de tres siglos atrás, no eran ya ni «partículas gorgónicas», ni «miasmas de antimonios», ni gusanillos o insectos que penetraban en la piel, pero la enfermedad sí que se inhalaba. Para evitar el contagio, convenía especialmente el aislamiento, pero no sólo: también eran recomendables las lavativas constantes de manos, alimentos y casi cualquier objeto. Si el problema de la peste a principios del Siglo de las Luces —y la razón que enloquecía a los científicos— era que aquellos malditos seres «horribles y monstruosos», «como dragones, serpientes y diablos», escapaban al dominio del Hombre sobre la Naturaleza. Resultaba de todo punto inconcebible que cuando precisamente el ser humano estaba a punto de declararse inmorta, aquellos seres diminutos y pestilentes acabaran con lo que hasta entonces se había considerado normal.
Este texto está inspirado en el comienzo de “Diaro del año de la peste”, de Daniel Defoe.