
Camina entre la gente, turistas impertérritos en los meses de sol a raudales. Ojea
abalorios, huele inciensos y afeites de procedencia desconocida y saborea un helado
de limón.
Cabellera desgreñada entre reflejos de oro y salitre.
Pies descalzos entre zapatos con calcetines.
Espina dorsal.
Espina clavada.
Espina de pescadilla que se muerde la cola.
Él, todas las tardes se sienta a la misma hora, misma mirada, mismo lugar, mismos
pasos cansados de tanto pensar, mismos lápices y, a veces, mismos papeles para pintar
Ella, con su vestido tatuado en la piel, atisba al hombre de pelo blanco sentado de
espaldas al mundanal ruido. Su mirada se distrae por un instante perdido entre la música
del bar de al lado (“These boots are made for walking…”), tararea en voz baja la canción
y sin prisa, se acerca a la espalda del que, en ese instante, inunda un papel blanco
apoyado sobre una tabla apoyada sobre un caballete apoyado sobre un suelo de
madera apoyado sobre un bloque de cemento apoyado sobre la corteza terrestre
apoyada sobre el manto apoyado sobre el núcleo incandescente; con líneas de lápiz,
trazos raudos sin pensar, sin pausar, sin orden, sin control aparente.
Ella sorbe el helado de limón y lee el cartelito manuscrito impecablemente que reza
sobre el travesaño central del caballete: “5 euros, 5 minutos”. No puede evitar la
tentación de buscar un reloj con la mirada de agua para ver si, el que dibuja, cumple con
el tiempo establecido o si, por el contrario, es su modo de decir que el momento de
escudriñe por parte del desconocido pasará pronto.
Ella no atisba reloj alguno. Nunca ha sido capaz de dejarse doblegar por la dependencia
enfermiza a las esposas carcelarias del reloj agarrando la muñeca izquierda (o derecha).
Es entonces cuando empieza a contar en su interior… uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,
siete… sesenta. Uno, dos, tres, cuatro…, cuando está a punto de terminar el cuarto
minuto según sus cálculos aproximados, él separa el papel de la tabla e intercambia,
tras miradas de asombro por parte de los clientes osados, papel por papel.
Ella rebusca en su bolso de esparto y encuentra monedas suficientes. Sin mediar
palabra se sienta frente al retratista. Es entonces cuando sucede.
Él la ve.
Ella le ve.
Él la mira
Ella le mira.
Choque de planetas.
Agujeros negros en combustión.
Eclosión interestelar.
Big Bang II.
Tras instantes de confusión y palpitaciones inusitadas, ella deja al suelo de madera
sostener su bolso casero de esparto y, atusándose el pelo de león de mar, se acerca al
que ha dejado caer pluma, tinta, muros y miedos al suelo artificial y, tren descarrilado
sin control, le besa sin tiempo, absorbiendo lo que le pertenece desde antes de ser en
este universo.
Él agarra la cintura y la nuca sin dudas.
Reconocimiento mutuo.
Hilo rojo que une.
Senderos paralelos y coincidentes.
Explosión de cohetes multicolores.
Sin fin.
Texto de Luella Miller e ilustración original de Zarina Khazhaeva