“A este breñal le faltaban nuestras fragancias. No había prados, ni los hay, terca tierra, pero nosotros reparamos su mala suerte, su ancestral barbarie, a base de frondosos setos, bien cortados, bien alineados, bien tupidos. Les trajimos nuestras espesas alfombras, tan mullidas que a su lado el esparto de sus felpudos parece escoria de fundición.” Fragmento de: Jesús Carrasco. “La tierra que pisamos”

El teatro nació cuando alguien quiso hacer presente a alguien que no estaba. Imitaba su voz o sus gestos haciéndolo presente. Voz de otros en la voz de uno. El teatro no es un monólogo, aunque esté hecho de monólogos. El teatro no es luces, ni decorados, ni vestuario, ni utillaje, aunque esté hecho de luces, decorados, vestuarios y utillaje. El teatro tampoco es un guión, ni son actores, ni son técnicos, ni son sonidos, ni son coreografías. El teatro esta compuesto de todo estos elementos, pero no es eso. El teatro es la presencia del otro sobre el escenario. Ponerse en la piel del otro y tratar de contar lo que pasa dentro. Transportarnos a su mundo. Sentir con él. Compartir la piel. Por eso el teatro es indispensable, necesario e insustituible.
Aunque tratemos de ocultarlo «bajo frondosos setos, bien cortados, bien alineados, bien tupidos», la barbarie viaja con nosotros, está en nuestros zapatos y en la tierra que pisamos. Barbarie que durante mucho tiempo se cebó con los gays, como se cebó con tantos otros. Era dura la vida en los pueblos de Castilla. «campo de cereales, iglesias, castillos y tierra y tierra y tierra y más tierra», sobre todo, si no eras capaz de aprender a tener pluma de heterosexual, porque la pluma se aprende y se interpreta.
Qué fácil era ser gay o mujer en los pueblos de Castilla, siempre que fueras invisible o hicieras sólo las cosas de marica, de mujer, o del papel que te tocase en el alocado y aleatorio reparto. Qué fácil era si eras invisible, si no pretendías ser tú mismo. Ser quien quieras ser. Si te saltabas esa regla, la terrible crueldad social caería sobre tus espaldas. Ahí se levanta el telón.
Durísima la actuación de Javier Liñera en lo emocional y en lo físico. Transformismo continuo para contarnos la historia del tío recién fallecido y que recorrió la Europa del siglo XX a la manera del centenario Alian Karlsson de «El abuelo que saltó por la ventana y se largó». Aunque, en lugar de vivir al lado de los grandes dictadores de la historia, vive bajo sus pies. Mezclando su sangre con el barro miserable del siglo XX. Barro rojo de sufrimiento de Auschwitz o de cualquier otro campo sea nazi o mental, porque el dolor no distingue el color de los barrotes.
Javier Liñera hace algo tan sencillo y tan complicado como teatro. Puro teatro. Teatro destilado con un decorado mínimo, dos maletas, unas cuantas pelucas, unas plataformas de lentejuelas rojas, mucha piel, tierra y mucha verdad bajo el rimmel y las barbas, somos capaces de sentir la vida sobre tacones. Recorremos la Europa de la barbarie de estación en estación y nos vamos encontrando en el camino algo de Almodovar, algo de Miguel de Molina, de la Piquer y del Sacristán de Ay, Carmela. La vida es puro teatro. Y como en la vida, nunca está todo dicho, aunque lo parezca.
Podéis ir apagando la luz mientras suena de fondo una copla cantada en alemán, porque todas las penas humanas son la misma pena.
«Barro Rojo» de Javier Liñera se interpretó el martes 13 de marzo de 2018 en el Teatro Auditorio de Cuenca dentro de la programación de primavera de la Asociación de Amigos del Teatro de Cuenca. Fotografía de Sergio Rubio.
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[…] Este artículo se publicó el 14 de marzo de 2018 en Espacies […]
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