
“Con la muerte colgada del cuello comienza esta historia”. La música, la escena y el comienzo de la interpretación se convirtieron en el vaticinio del hilo argumental. Un halo de muerte, fantasmagórico, y al mismo tiempo acogedor, se respiraba en la sala. Un escenario desmontable y giratorio, minúsculo y a la vez inmenso, y tan solo tres actores polifacéticos (y nunca mejor dicho) encarnaban varios personajes y daban vida a muñecos y fantasmas.
El clásico de Wilde cobró sentido y vida con la versión de la compañía “La Mona Ilustre”. La obra muestra un recorrido por el transcurso de la vida misma, la superación de la muerte, enterrar el dolor y sepultar la angustia, y aprender a perdonar. Durante la representación, la butaca se convierte en la almohada de cada uno, fiel testigo de las profundas reflexiones de medianoche, y paño de lágrimas en varias ocasiones. El inicio te atrapa y el final te desgarra, de la forma más sutil posible, pero aflorando aquello que se ha ido gestando a lo largo de la obra.
Darle aliento al fantasma, devolverle la voz a la muda y quitarle una losa de encima a la anciana; todo esto consigue la obra sin apenas palabras. La maldición de la casa de Canterville se escondía en el sótano, Virginia, la niña protagonista, la descubrió y la sacó de su escondrijo. Así, la muerte se descuelga del cuello, hace un nudo con la soga de la que pendía y cierra el saco que contiene la tristeza por la pérdida. El siguiente nivel es el de crecer y aprender a vivir sin tener que volver a abrir ese saco jamás, dejar de ser la niña y evolucionar a mujer.

Texto de Vanesa Moreno y fotografía de Laura Leiva