
Daliani dice que no es especial. Lo intenta una y otra vez, pero no consigue convencer a nadie. Nunca compra ropa porque dice vestirse de unos años noventa que nunca existieron. Los suyos son otros noventa. Unos noventa de ropas interesantes y exclusivas. Daliani tiene un aura romántica al estilo de una Amelie Steampunk venida de un lugar muy lejano en el tiempo y en el espacio. Habla un español hipercorrecto y acelerado como si su profesor hubiera sido el Conejo Blanco de Alicia o quizá sea porque tiene que aprovechar las ventanas que se le abren entre eternidades de timidez. Sus colores, los oscuros y pardos. Su pelo revuelto, de un rebelde estilo Einstein oscuro. En sus dibujos habitan los gatos negros y las figuras estiradas y torturadas se nos mezclan en la cabeza para conformar un retrato de una ilustradora muy personal. Se alejan del trazo amable e infantil tan de moda últimamente, no buscan el humor ni la parodia, son disparos al corazón mismo de la vida, trazos gruesos y contundentes que van abriéndose paso en el papel asfixiados en tinta china. Al observador despistado le pueden recordar a Kafka.
Su tobillo “esguinzado” ha recorrido media Europa para llegar aquí. Juegos de infancia y primera adolescencia por las calles de Budapest, adolescencia y universidad en Sofía y Erasmus que la ha traído hasta España. Hija la generación que se liberó del comunismo y cayeron en la cuenta que al otro lado tampoco existía el paraíso capitalista, aunque la libertad siempre merece la pena.
En la actualidad realiza sus prácticas con el equipo creativo de MakingUCLM, trabajando en distintos proyectos como el cartel para Estival Cuenca 2018 y hoy se sienta con nosotros con esa excusa, aunque todos sabemos que es eso, una excusa.
Se esconde tras el micrófono tratando de evitar las fotos y busca desesperadamente algo que mirar para tratar de olvidar la cámara. No le gustan las fotos, quizá por timidez, quizá porque teme que le roben algún secreto mágico.
Nos cuesta arrancarle las primeras palabras. Aunque cuando comienza ya no hay quien la pare. Habla de sus primeros dibujos. “Viene a mi mente como memoria, hice un autorretrato con pintura acrílica cuanto tenía siete años. Me miraba al espejo y me dibujaba”. Ese retrato sigue en la pared de la casa de su padre. Daliani sigue llevando dentro esa niña que quiere dedicarse a dibujar al mundo.
Nos cuenta que en su instituto había amigos que dibujan mejor que ella. “Estaba pensando a qué puedo dedicarme y después de finalizar el bachillerato me dí cuenta que sólo me interesaba dibujar. Tuve que dedicar un año entero para preparar el examen de ingreso a la Facultad de Bellas Artes de Sofía. Al final me aceptaron. Menos mal porque no tenía un plan B”.
Cuando le preguntamos sobre su forma de dibujar, nos habla de tinta china, de acuarelas, de su pasión por el grabado, allí en Sofía y aquí en la Facultad de Bellas Artes con el profesor Freire. De pequeña encontró la inspiración Se confiesa en la ilustradora iraní Marjane Satrapi. “Gracias a ellas uso la tinta china”. Desde ahí a los aguafuertes de Goya. Actualmente trabaja en dos temas, por una parte en ilustrar diversas leyendas tradicionales y también trabaja en representar lo feo, lo grotesco y dibujar gente con narices enormes.

Nos cuenta que en Bulgaria, “mis compañeros se dedican más a lo clásico y a lo académico. Yo no soy tan buena dibujante. Hay muchos compañeros que dominan más la anatomía y la perspectiva. Me importa saber eso, pero también siento que necesito una mayor libertad en mi dibujo para desarrollar mi fantasía.
Dibujo los personajes largos y desproporcionados. Los profesores me dicen que no guardo la proporción. Sigo evolucionando y probando continuamente, porque no quiero quedarme en el mismo sitio durante veinte años”.
No podíamos dejar pasar la oportunidad de hablar con ella sobre la diferencia entre los jóvenes búlgaros y los españoles. “Aquí son más libres del alma, mucho más sonrientes. No se ponen los límites que se ponen los jóvenes búlgaros que son mucho más conservadores. Los españoles son una gente muy positiva, alegre y amable. Allí son más grises. Comparado con Sofía, Budapest es más gris. Pero comparado con España, Sofía es mucho más gris.”
No sabe hacia dónde conducirán sus pasos de ilustradora, pero parece que no quiere volverse a separar de la alegría mediterránea. Quizá Italia. Quizá España. “No sé en cuál de los dos quiero vivir, pero ni siquiera sé dónde quiero estar dentro de un año”. De momento, sigue echando de menos a su perro cada vez que se mira al espejo.
Por José An. Montero y pertenece al programa #Espacies14: De Sofía a La Habana
